¿Cómo era el día a día de la familia del rey Carlos III el Noble, que gobernó Navarra entre 1387 y 1425, y de su corte? ¿Cómo eran los modos de vida de la corte regia navarra en el período de su mayor esplendor, que se sitúa en el tránsito del siglo XIV al XV?
Para saberlo, hay que fijarse en el ajuar o conjunto de objetos y manifestaciones vinculados a la vida cortesana: tejidos, pieles, ropas, calzado, joyas, piezas de vajilla, armas, etc. Todo él, tanto textil como de materiales preciosos, implica unas formas de vida, unos usos y costumbres de las capas elevadas de la sociedad, y una forma de representar el poder regio ante sus súbditos y los reinos vecinos, es decir, conlleva una escenografía y un ceremonial.
Además, este es el momento en que surge la moda, fruto de los intercambios, contactos y viajes que los monarcas y sus emisarios realizaron. El pequeño reino de Navarra no se quedó atrás y recibió influencias de la moda francesa, inglesa y castellana, al igual que ella también pudo ejercer cierta influencia hacia otros reinos: es el caso de la prenda denominada hopalanda, una vestidura amplia y llamativa, que, con un origen borgoñón, llegó a Navarra y, al parecer, de aquí se extendió a otros reinos peninsulares.
El propósito de la adquisición de todas esas piezas suntuarias se vincula con la manifestación de la realeza misma, con la transmisión de su prestigio y su poder; y con la insistencia en la presencia del monarca en un reino de larga tradición de ausencias regias. Carlos III trataba así de reconstruir la imagen de la realeza con la creación de una escenografía de lujo y boato donde se desarrollaban las ceremonias cortesanas, que proyectaban la propaganda política del monarca.
Lo que el rey Noble puso de manifiesto, algo general a todas las monarquías de los siglos XIV y XV, fue la convicción de que el lujo y la magnificencia eran imprescindibles para declarar la grandeza de la monarquía. Por ello, las diversas ceremonias relacionadas con el rey, como bautizos, bodas, torneos, nombramiento de caballeros, coronaciones y funerales, resultaban el escenario adecuado para mostrarlo.
La arquitectura en la que se circunscriben estas ceremonias (los palacios, catedral, iglesias o calles de las ciudades) presentaba el escenario ideal para representar un espectáculo permanente, ya que era la ocasión perfecta de lucimiento, pompa y exhibición del honor, el rango y la dignidad de cada uno de los miembros de la familia real.
El deslumbrante espectáculo visual de lujo y colorido, además de auditivo, se impregnaba en la retina del espectador: súbditos, mensajeros, diplomáticos y soberanos de otras cortes vecinas. La aparición del rey debía de ser majestuosa y sorprendente.
No hay que olvidar que Carlos III había estado presente en algunas de las ceremonias de la corte francesa, o en las más austeras de Castilla y la Corona de Aragón, y las conocía de primera mano. Este príncipe de sangre Valois, aunque soberano de un reino ibérico, brindaba a Navarra la ocasión de participar en encuentros internacionales, recepciones y fiestas, donde se concentraban y exhibían las modas de las cortes más importantes del momento, con las que estaba emparentado: Valois, Berry, Borgoña y Trastámara.
Desde su llegada al trono navarro, el rey se rodeó de símbolos y ocasiones cotidianas de expresión de esa majestad, que se fueron desarrollando en los espacios que construyó o mejoró para ello, como la Catedral de Pamplona y el Palacio de Olite, entre otros.
Los mercados donde se adquiría el ajuar eran, sobre todo, Zaragoza y Barcelona. Además, el gasto de todos estos objetos suntuarios suponía el 10% del total de los gastos de la corte y aumentaba considerablemente ante la celebración de las principales ceremonias regias, alcanzando el 22,7% en el año de la coronación del rey, en 1390.
Respecto a los artesanos que trabajaron en el diseño y la confección de las distintas piezas, se encontraban algunos de los más afamados artistas del momento venidos de lejanas tierras, lo que demuestra un gran cosmopolitismo en la corte navarra. Es el caso del escultor Johan de Lome, que realizó en la Catedral de Pamplona el hermoso sepulcro de aires franceses del rey Carlos III y la reina Leonor de Trastámara, que marcó un hito en la escultura funeraria navarra. Todos ellos elaboraron un extraordinario arte efímero, que enalteció los actos presenciados por buena parte de los habitantes del reino y de personalidades procedentes de otros lugares.
En definitiva, el vestido y el ajuar doméstico traspasaban la frontera de lo material para adentrarse en el espacio de los símbolos, y, a partir de ahí, se convertían en un instrumento prioritario para mantener a cada uno en su lugar y reforzar la magnificencia del poder real, además de proyectar un mensaje cuyo código era conocido por la sociedad de su tiempo.
Esta entrada ha sido elaborada por Merche Osés Urricelqui, doctora en Historia Medieval por la UPNA.