La energía eólica que viene: eólica «offshore»

Estamos viviendo uno de los momentos más interesantes en la historia energética moderna: la transición desde un modelo energético basado en combustibles fósiles a uno articulado en torno a las energías renovables y la eficiencia energética. Las tecnologías renovables sobre las que se asienta este cambio de modelo energético son la eólica y la solar fotovoltaica. Los retos tecnológicos que estas tecnologías renovables planteaban han sido superados gracias a los esfuerzos en I+D+i, dando paso a una reducción de costes que ha sorprendido incluso a los expertos del sector.

Hoy en día, es más barato generar un kWh (kilovatio hora) usando paneles fotovoltaicos (3,2 – 4 céntimos de euro/kWh) y aerogeneradores (2,6 – 5 céntimos de euro/kWh), que usando combustibles fósiles (nuclear: 10,1 – 17 céntimos de euro/kWh; gas-ciclo combinado: 3,7 – 6,7 céntimos de euro/kWh). Incluso estamos llegando, en numerosos países como España, al «tipping point«, o punto de no retorno: ese momento en el que producir energía a partir de nuevas instalaciones renovables es más barato que emplear las centrales de combustibles fósiles ya existentes.

Cuando hablamos de energía eólica, todos pensamos en los molinos instalados en tierra a lo largo de toda nuestra geografía, lo que se llama eólica «onshore» o terrestre. No obstante, hay una tecnología que está llamada a jugar un papel importante en el nuevo modelo energético. Esta es la eólica «offshore» o eólica marina. La eólica marina se basa en la instalación de aerogeneradores en el mar para extraer la energía del viento, presentado algunas ventajas con respecto a la eólica terrestre. En el mar, las velocidades de viento son superiores a las disponibles en tierra, con lo que la potencia que puede ser generada por un aerogenerador con el mismo tamaño de pala aumenta. Además, el viento en el mar se ve afectado por muchos menos obstáculos que en tierra, por lo que el aerogenerador puede funcionar durante un mayor número de horas a lo largo del año y requiere una altura de torre menor si se compara con un aerogenerador terrestre. Como los aerogeneradores se sitúan en el mar, tienen un impacto visual mucho menor a los terrestres. Por último, permite acercar la generación eléctrica al consumo, consiguiendo un sistema eléctrico más eficiente. Las regiones costeras, tanto en España como en otros muchos países, suelen tener grandes densidades de población. En estas zonas, con poca superficie por persona, la instalación de turbinas eólicas en el mar se presenta como una gran solución.

Sin embargo, a pesar de estos beneficios, la instalación de estos aerogeneradores en el mar ha tenido que superar numerosos retos, lo que ha provocado que a día de hoy todavía sea una tecnología cara, con precios que oscilan entre los 7,2 y los 12,6 céntimos de euro/kWh. Sin embargo, comienzan a acercarse a los costes de generación de las tecnologías fósiles, y, de hecho, en algunos emplazamientos del mar del Norte, ya se ha anunciado la construcción de los primeros parques eólicos marinos sin ayudas estatales.

Pero, para llegar a este punto, se han tenido que superar un gran número de retos. Uno de los más problemáticos en los inicios, y que ya ha sido superado, fue la corrosión acelerada por el ambiente salino en el mar. Este problema obligó a cambiar de forma prematura un gran número de componentes en el parque eólico Horns Rev. Otro reto que hubo que superar fue el de la transmisión de la energía generada por la turbina hasta la costa, mediante líneas submarinas, la cual se realiza en corriente continua, frente a la transmisión en alterna normalmente utilizada.

Para reducir los costes de la energía, se ha incrementado el tamaño de las turbinas, alcanzando potencias de 10 MW (megavatios) a día de hoy. Para minimizar los costes de mantenimiento, que requiere de barcos o helicópteros (con el elevado coste que ello conlleva), se duplican algunos de los sistemas, con el objetivo de poder seguir trabajando en caso de fallo.

Por último, uno de los principales retos de la eólica marina es el anclaje de las turbinas al fondo marino. En mares cuyo suelo marino tiene profundidades inferiores a los 50 metros, como en el caso del mar del Norte en el que se concentra la mayor parte de aerogeneradores marinos, los aerogeneradores se anclan al mar mediante una estructura rígida. Sin embargo, para profundidades superiores, se necesitan estructuras flotantes, las cuales se amarrarían posteriormente al suelo.

En España, cuya industria es líder en el sector eólico y, en concreto, en el segmento «offshore», solo existe un aerogenerador marino, situado en las Islas Canarias. Las costas españolas tienen la característica de tener profundidades superiores a los 60 metros a distancias relativamente cercanas a la costa, por lo que se requieren estructuras flotantes para estabilizar los aerogeneradores y anclarlos al mar. Este hecho, junto con unas políticas energéticas desfavorables hacia las energías renovables en los últimos años, han provocado que esta tecnología no se haya implantado en nuestro territorio. Sin embargo, las estructuras flotantes para aerogeneradores ya empiezan a comercializarse, permitiendo la expansión de la eólica «offshore» a un gran número de regiones en las que hasta ahora no era técnicamente viable.

En conclusión, el continuo desarrollo industrial y el viraje en la política energética española y mundial que hemos vivido recientemente hacen presagiar que no tardaremos mucho tiempo en ver estas máquinas en nuestros mares y alrededor de todo el mundo. La eólica «offshore» está llamada a jugar un papel importante en el cumplimiento de los compromisos medioambientales adquiridos en el Acuerdo de París en 2015.

 

Esta entrada ha sido elaborada por Javier Samanes Pascual, investigador del Instituto de Smart Cities (ISC) de la Universidad Pública de Navarra (UPNA) y doctor por esta institución, con una tesis sobre energía renovable eólica «offshore»

Las vivencias de Francisca Burdeos Zamboráin, una mujer soldado que pasó por hombre en el siglo XIX (y II)

Francisca Burdeos Zemboráin, seguramente, fue absuelta de los delitos de los que se le acusaba, pero no regresó con su hermano, tal como se solicitaba. De hecho, más adelante el periódico progresista “La Iberia” (1854) aseguró que había logrado ser presentada en Logroño a Espartero, quien le habría facilitado trasladarse a Madrid, a donde llegó a finales de 1848 para pedir al Gobierno una recompensa por sus servicios. También según esta publicación, ni Narváez ni Bravo Murillo le reconocieron sus servicios cuando fueron ministros, pero Lersundi, “dando más valor a las extraordinarias cualidades de esta mujer”, propició que la reina le concediera 112 reales mensuales.

No he podido recabar más noticias de los años 1849 a 1854, pero, en este último año, los periódicos se ocuparon de nuevo de Francisca, ya que en 1854 combatió contra las tropas de la guarnición de Madrid en las barricadas cercanas a la plaza de Bilbao. La prensa de la época señaló que tenía cerca de 44 años, era “de mediana estatura y lleva siempre el traje varonil”. El final del artículo es buena prueba de que su conducta no despertaba ningún rechazo, sino más bien lo contrario: “Indudablemente merece mucho más la consideración del gobierno una mujer que ha vivido y vive como un hombre esforzado, que muchos hombres que viven como flacas mujeres”.

Pese a valoraciones positivas de la prensa de la época, como la citada, la misma que merecieron algunas heroínas de la guerra de la Independencia (María Ángela Tellería, Susana Claretona y otras), con todo, su heroísmo no debió de ser premiado, más allá de recibir el mencionado subsidio. De hecho, de 1854, considerando que su pensión era insuficiente, pidió el empleo y sueldo de teniente o una pensión equivalente por los méritos que había contraído durante la Primera Guerra Carlista en defensa de la “causa nacional”. Sin embargo, en 1855 el Gobierno se lo denegó.

Algunos periódicos informaron de que, durante tres años, había sido asistente del comandante Francisco López Fabra (Barcelona, 1818-1891). Desgraciadamente, no precisaron los años en que había prestado sus servicios a este militar y gran montañero, al que quizá conoció en la Primera Guerra Carlista, ya que ambos coincidieron en el Segundo Batallón de los Cuerpos Francos de Aragón.

Entre 1851 y 1855, López Fabra recorrió casi todos los países europeos para trazar cartas geográficas, por encargo del Ministerio de la Guerra, y, en los años siguientes, se dedicó a seguir publicando sus trabajos cartográficos, lo que abre la posibilidad de que Francisca Burdeos hubiera estado en el extranjero con él.

Las noticias sobre las vicisitudes de nuestro personaje en los años siguientes se circunscriben prácticamente a que participó en la guerra de África, a pesar de que tenía ya 50 años, y al suceso siguiente. En 1861, vivía en la calle Silva de Madrid, donde pasó por hombre y trabajó como criado de cierta Carmen Caraza. Entonces, acaparó de nuevo la atención de la prensa por ser testigo de primera mano del asesinato de una prima de esa señora a las 9 y media de la noche del 29 de julio de ese año en la calle la Justa. La fallecida, Carlota Pereira (Adra), que estaba separada de su marido, Jerónimo Gener, oficial primero del Gobierno Civil de Almería, fue apuñalada cuando iba con sus dos hijas de 10 y 11 años. Con ellas, iba también Francisca/Benito Burdeos por deseo de su ama, quien temía que aquella fuera atacada por un individuo que hacía días les seguía. Francisca no pudo hacer frente el inesperado ataque del asesino, pero sí contribuyó a detenerlo. Se trataba de un almeriense, combinado con otros cómplices, al que presuntamente habría pagado su marido.

Se abrieron dos sumarios en Madrid y Almería, porque se consideró que el asesinato se había instigado desde esta última ciudad. El juicio fue muy sonado, porque el marido, muy próximo a González Bravo, fue absuelto, en medio de sospechas de favoritismo, y porque intervinieron en el juicio dos conocidos letrados: el expresidente del Gobierno Joaquín Francisco Pacheco y el político tradicionalista valenciano Antonio Aparisi y Guijarro. Los periódicos del momento recogieron puntualmente la causa, que se desarrolló entre 1862 y 1863.

Los antecedentes y las circunstancias del crimen se recogen puntualmente en el libro “Causa célebre: acusación, defensas y sentencia en las causa formada con ocasión del asesinato cometido en la persona de Carlota Pereira en la calle de la Justa, el 29 de Julio de 1861” (Madrid, Redacción y administración de El parte Diario, Imprenta de D. A. Santa Coloma, 1863). En nuestros días, se ha ocupado del asunto en tono literario Bernardo Díaz Nosty, que recoge algunas noticias sobre la actuación de Francisca en este asunto (“El crimen de la calle de la Justa”, ediciones Albia, 1983).

Lo que aquí importa es que nuestra protagonista tuvo que asistir y declarar en el juicio y lo hizo de tal modo que conmovió al público asistente. Y, sobre todo, se suscitó de nuevo la cuestión de su sexo, máxime considerando que en alguna sesión exhibió “sus múltiples condecoraciones de guerra”.

La defensa del acusado alegó que, según una ley de las Partidas, las mujeres vestidas y con maneras de hombre no podían declarar. En este sentido, explicó que, antes de ser autorizada para vestir de hombre, ya lo había hecho, alistándose para luchar en África, y que así había faltado a la verdad manifestándose como hombre sin serlo. Que después de la guerra de África fue a Madrid, donde había engañado a todos, al empadronarse como hombre y dedicándose al servicio doméstico. Terminó insistiendo en que, pese a todas sus cruces y honores, no podía ser testigo. Sin embargo, el fiscal, Ramón Gil Osorio, que había sido subsecretario del Ministerio de Gracia y Justicia, rechazó su pretensión, con el siguiente argumento:

“Esta testigo va vestido de hombre desde que un fusil en la mano defendió en los campos de batalla a la Reina y al país; esta testigo conquistó laureles en el campo de batalla y mereció cruces y mereció también pensión, por alguna de esas cruces que ostenta su pecho; desde entonces viste el traje de hombre para hacer más soportables las fatigas militares; con consentimiento de la autoridad militar se le concedieron esas cruces y con consentimiento de la autoridad civil y de cuantas personas la tratan, continúa aún vistiendo el traje de hombre, sin que su ánimo sea engañar a nadie, sin que tenga proyectos criminales ni inmorales; nada de eso; no está, pues, comprendida en el espíritu de la ley de Partidas”.

En febrero de 1862 y 1863, Benito asistió a las sesiones del juicio, por lo que no parece, aunque no hay descartarlo, que se trate del Benito Burdeos, de 50 años, enfermo, que figura en una relación de colonos llegados de España a la isla de Santo Domingo en el vapor “Ferrol” el 4 de mayo de 1862. Sea como fuere, a partir de estos años, parece que cayó en el olvido.

 

Esta entrada al blog ha sido elaborada por Ángel García-Sanz Marcotegui, catedrático de Historia Contemporánea del Departamento de Ciencias Humanas y de la Educación e investigador del Instituto I-Communitas (Institute for Advanced Social Research-Instituto de Investigación Social Avanzada) de la Universidad Pública de Navarra (UPNA)

 

Las vivencias de Francisca Burdeos Zamboráin, una mujer soldado que pasó por hombre en el siglo XIX (I)

Las mujeres que a lo largo de la historia se vistieron como los hombres (y, en muchos casos, participaron en acciones de guerra codo a codo con ellos) se prestan a relatos más o menos novelescos y más o menos sensacionalistas. Así ocurre, por poner algún ejemplo, con la donostiarra Catalina de Erauso (Antonio de Erauso), la famosa “monja alférez”, a la que el papa autorizó a vestirse de hombre y cuya participación en numerosos combates y lances armados hacen de ella uno de las mujeres más sorprendentes del siglo XVI, lo que explica el interés que despierta su figura.

Los condicionantes y objetivos del travestismo son particularmente un campo fértil para la especulación acerca de la sexualidad de estas mujeres-soldados. Una de ellas es Francisca Burdeos Zamboráin (protagonista de este artículo), de quien se ha dicho que en 1861 convivía con “su pareja”, una mujer con hijos, como veremos más adelante, pero, a mi juicio, sin base documental precisa. Por lo demás, parece que no pasaron de meras bromas sus promesas de casamiento a dos mujeres que lo tomaron por hombre. Sea como fuere, su caso es bastante similar al de Ana María de Soto (Aguilar, Córdoba, ca. 1777), infante de marina que, entre 1793 y 1798, participó en combates hasta que, en un reconocimiento médico rutinario, se descubrió que era mujer y recibió una pensión del Gobierno. De todos modos, sus peripecias, como las de Francisca Burdeos, fueron muy diferentes y mucho menos complejas que las de Teresa o Florencio Pla Meseguer, jefe guerrillero antifranquista que actuó en la provincia de Castellón, o el coronel Amelio Robles, “una mujer transgénero” del México revolucionario.

En este sentido, a la luz de los pocos datos que disponemos sobre Francisca Burdeos, su “transgresión a la feminidad normativa” es muy peculiar, como ocurre en los casos de mujeres que se mueven entre los márgenes que marcan el sexo, una condición social humilde y unos ideales políticos revolucionarios. La información disponible sobre ella, en su mayor parte procedente de sus propias declaraciones en el juicio que tuvo lugar en 1848 en Navarra, permite afirmar que estamos ante un caso en que se unen la decisión y la valentía para subsistir y alcanzar la independencia personal por encima de toda clase de riesgos, lo que hace de ella una adelantada, aparentemente sin pretenderlo, de la lucha por la igualdad y la emancipación femenina. Por ello, lo que más llama la atención de su figura son los parabienes que su comportamiento mereció a la prensa de mediados del XIX.

Francisca Burdeos Zamboráin, cuya abuela paterna era navarra (de Burgui), nació en Tiermas (Zaragoza) en 1810. Tuvo al menos tres hermanos (Sebastián, María Josefa y Benito; los dos últimos, nacidos en Eslava, Navarra).

Benito murió siendo muy niño y, desde adolescente, Francisca tomó su nombre y con él llevó una rocambolesca vida, ya que logró ocultar su condición femenina durante muchos años seguidos. Según refirió ella misma al periódico “La España” (1848), que publicó sus declaraciones para que el Gobierno premiara sus servicios, a los 5 años perdió a madre y quedó muy pobre con dos hermanos. Su padre se volvió a casar con una mujer que la maltrataba. Por ello, a los 13 años, “harta ya de sufrir”, decidió hacerse pasar por hombre con el nombre de su hermano Benito, pensando que, a su edad, ganaría más que como mujer “con el mismo trabajo”.

Marchó a Sangüesa (Navarra), a unos veinte kilómetros de Tiermas, y, en un caserío llamado San Nicolás, trabajó como boyero o conductor de bueyes durante cuatro años. A lo largo de este tiempo, estuvo casi siempre en el monte y cada año ganó entre once y catorce duros y el calzado. En esta situación, según su testimonio, comenzó la Primera Guerra Carlista, lo que plantea algún interrogante, pues no concuerda, como se deriva de su propio testimonio, con que habría dejado de trabajar en Sangüesa en 1828 con apenas 18 años. Cabe pensar, por tanto, que omitió sus vicisitudes entre 1828 y 1833 o contó los años a partir del nacimiento de Benito.

En cualquier caso, cuando se inició la guerra, al saber (por los jóvenes que frecuentaba) que en el cuerpo de Tiradores de Isabel II de Navarra se pagaban seis reales, se alistó en él con el nombre de Javier Urbiza o Javier Burdeos. Como tal, participó en varias decenas de acciones de guerra en Navarra. Después, cuando en 1837 dicho cuerpo fue disuelto, se incorporó en Zaragoza al Segundo Batallón de Cuerpos Francos de Aragón con uno de los dos nombres citados. Siempre se portó como el más valiente soldado y no fue herida. Tras la disolución de su unidad, una vez obtenida la licencia absoluta en 1842, trabajó en el campo para varios propietarios sin decirles que era mujer.

En primer lugar, lo hizo en Olite durante un año como criado(a) en la casa de Isidro Lasaga. Después, como no quería ser comprendido(a) en la quinta, pues prefería seguir trabajando, se acordó de que sus padres habían vivido en Eslava y que habían tenido un hijo que se había marchado a Aragón y había muerto en Huesca. Entonces, fue a ese pueblo navarro y logró que el párroco le diera una partida de bautismo de su hermano Benito y comenzó a emplear ese nombre. Finalmente, no tuvo que utilizar este documento, pues resultó corto(a) de talla y no fue incluida en el sorteo. Desde entonces, utilizó el nombre de su hermano y ocultó siempre su condición femenina. Así, trabajó otro año más en Olite en la casa de Elías Gómez.

Por aquel tiempo, engañó a su propio hermano Sebastián, cuando volvió de América, pues le hizo creer que era Benito y que Francisca había fallecido. Probablemente, dada la proximidad entre Olite y Tafalla, fue cuando presuntamente prometió a una joven de esta última localidad que se casaría con ella, “broma”, según el “Diario de Palma” (1848), que obligó “a esta heroína” a cambiar de residencia para no descubrir su sexo. En efecto, pasó a trabajar dos años en la casa de Juan Domingo Mozaz en Mélida (Navarra) y otros dos, en la de Domingo Palacios en Castillo (¿Carcastillo?). Más tarde, vivió cinco meses en la casa de su hermano Sebastián en Moriones (Navarra), y le ayudó en las labores del campo, haciéndose pasar siempre por Benito.

Segura de encontrar trabajo como mozo de labranza y con un pase que le dio el alcalde de ese pueblo, se fue a Corella (Navarra), donde sirvió año y medio como criado en la casa de Manuel Lizar hasta que, con un pasaporte que le proporcionó el alcalde de esa ciudad, en 1848 fue a buscar otra colocación en Tudela. Ahí se presentó como Benito Burdeos y se empleó en la casa de un hojalatero de origen italiano, Juan Benturini, cuya esposa, María Malo, le puso a trabajar en su cantina. Al poco tiempo de su llegada a la capital de la Ribera, la falta de entendimiento con su patrona propició su detención y el descubrimiento de que era mujer.

En efecto, como no tenía pasaporte, se ordenó que fuera conducida, “de justicia en justicia”, hasta su pueblo de origen y, cuando un alguacil, que había combatido con ella en los Cuerpos Francos, la llevaba al próximo pueblo, fue detenida y encarcelada en Tudela acusada de estar implicada en una riña y de deber 24 reales a la dueña de la cantina por las comidas que le daba. Nuestra protagonista negó que tuvieras que pagárselas y afirmó que su patrona actuaba así resentida, porque quería dejar su trabajo.

Según algunos periódicos, como “El Clamor Público” (1848), otro motivo para ser detenida y encausada es que no habría cumplido la palabra dada a una sobrina del matrimonio para el que trabajaba y de la que habría obtenido algunas meriendas y jarros de vino. Fuera como fuese, como en la cárcel se le destinó a la misma celda que otros presos, “pidió, suplicó, rogó, instó y volvió a solicitar que le pusieran en una estancia separada por razones de conveniencia propia”. Al no conseguirlo, se vio obligada a declarar que era mujer y que se llamaba Francisca Burdeos.

Encausada por delito de estafa, en 1848 dio su poder a un procurador, Anselmo Arnedo García, para que la defendiese. La causa se vio en la Sala Segunda de la Audiencia Territorial de Pamplona. Según “La España”, Francisca declaró que “jamás” abusó de su disfraz de hombre para “no faltar en lo más mínimo a sus deberes de mujer honrada”, a pesar de “haber estado entre soldados libertinos que jamás advirtieron que fuese mujer”. También alegó que tomó “mil precauciones” para que los hombres con quienes trabajaba no advirtieran su condición, como servir en casas donde no hubiera otros criados o no embriagarse.

“El Clamor Público” dio por entonces una descripción de su vestimenta que viene a paliar la aparente falta de fotografías suyas. Este periódico progresista señaló que vestía “chaqueta de pana, ancho pantalón de ídem, chaleco de solapa, cachirulo en la cabeza, y largas guedejas [melenas] al estilo del país”.

¿Qué resolvió el tribunal sobre ella? La respuesta, la próxima semana en este blog.

 

Esta entrada al blog ha sido elaborada por Ángel García-Sanz Marcotegui, catedrático de Historia Contemporánea del Departamento de Ciencias Humanas y de la Educación e investigador del Instituto I-Communitas (Institute for Advanced Social Research-Instituto de Investigación Social Avanzada) de la Universidad Pública de Navarra (UPNA)

Una microcámara para explorar el tubo digestivo

La tecnología es una gran aliada en la labor de los médicos para contribuir a mejorar la salud de los pacientes. Un ejemplo es la cápsula endoscópica, una nueva tecnología utilizada para explorar el intestino delgado, un órgano móvil localizado en el interior de la cavidad abdominal. Presenta una longitud media de seis metros y está formado por el duodeno, el yeyuno y el íleon. Esto hace que su accesibilidad hasta la aparición de la cápsula endoscópica mediante las técnicas existentes (gastroscopia y colonoscopia) fuera limitado, pues sólo permitía explorar unos pocos centímetros del duodeno y del íleon terminal.

En 2001, con la aparición y posterior comercialización de esta nueva tecnología (la cápsula endoscópica), el abordaje endoscópico del intestino delgado dejó de ser una utopía, pues permite explorar de una forma fácil y sencilla la totalidad de este órgano (enteroscopia).

Esta nueva tecnología consta tres elementos fundamentales: la cápsula endoscópica, la grabadora y un software especial instalado en el ordenador. La cápsula endoscópica es ligeramente mayor que un comprimido (de entre 11 y 26 milímetros) y fácil de ingerir por vía oral. Se caracteriza por capturar de dos a seis imágenes por segundo desde su activación en la boca y mantiene su función hasta que alcanza el colon o se agota la batería, cuya duración alcanza entre diez y doce horas de media. Las imágenes obtenidas son trasmitidas por radiofrecuencia a la grabadora que porta el paciente para, posteriormente, ser descargadas y procesadas por un software especial en un ordenador hasta obtener el vídeo final.

Tal ha sido el impacto de esta técnica en la medicina moderna que, en la actualidad, más de tres millones de exploraciones con cápsula endoscópica se han realizado en todo el mundo y se ha visto un incremento en las indicaciones para su uso. Todo ello, en parte, se debe a la sencillez de la prueba y a la buena aceptación del público en general. De hecho, actualmente todas las guías clínicas consideran a la cápsula endoscópica como la primera exploración a realizar para estudiar el intestino delgado, relegando a la endoscopia convencional al estudio del esófago, estómago y colon.

La cápsula endoscópica es capaz de detectar lesiones extra-intestinales de una forma fácil y sencilla, según recogen un gran número de estudios. Algunos de estos hallazgos son de una relevancia extrema, al tratarse de lesiones desapercibidas con anterioridad por otros procedimientos. Si bien los hallazgos obtenidos son prometedores, hay que tomarlos con cautela, pues que aún no se ha demostrado que esta tecnología sea superior a la endoscopia convencional, sino que más bien se trata de un complemento de esta.

En conclusión, nos hallamos ante una nueva herramienta útil y complementaria a la endoscopia convencional, que permite explorar de forma no invasiva todo el tubo digestivo desde la boca hasta el ano (panendoscopia). A pesar de este horizonte tan prometedor, se debe ir aún con cautela dadas las limitaciones que estos dispositivos aún presentan y, muy probablemente, pronto se pulirán.

 

Esta entrada ha sido elaborada por José Francisco Juanmartiñena Fernández, médico adjunto del Servicio de Digestivo del Complejo Hospitalario de Navarra (CHN) y doctor por la Universidad Pública de Navarra (UPNA) con una tesis doctoral sobre lesiones extra-intestinales detectadas con cápsula endoscópica