Las mujeres que a lo largo de la historia se vistieron como los hombres (y, en muchos casos, participaron en acciones de guerra codo a codo con ellos) se prestan a relatos más o menos novelescos y más o menos sensacionalistas. Así ocurre, por poner algún ejemplo, con la donostiarra Catalina de Erauso (Antonio de Erauso), la famosa “monja alférez”, a la que el papa autorizó a vestirse de hombre y cuya participación en numerosos combates y lances armados hacen de ella uno de las mujeres más sorprendentes del siglo XVI, lo que explica el interés que despierta su figura.
Los condicionantes y objetivos del travestismo son particularmente un campo fértil para la especulación acerca de la sexualidad de estas mujeres-soldados. Una de ellas es Francisca Burdeos Zamboráin (protagonista de este artículo), de quien se ha dicho que en 1861 convivía con “su pareja”, una mujer con hijos, como veremos más adelante, pero, a mi juicio, sin base documental precisa. Por lo demás, parece que no pasaron de meras bromas sus promesas de casamiento a dos mujeres que lo tomaron por hombre. Sea como fuere, su caso es bastante similar al de Ana María de Soto (Aguilar, Córdoba, ca. 1777), infante de marina que, entre 1793 y 1798, participó en combates hasta que, en un reconocimiento médico rutinario, se descubrió que era mujer y recibió una pensión del Gobierno. De todos modos, sus peripecias, como las de Francisca Burdeos, fueron muy diferentes y mucho menos complejas que las de Teresa o Florencio Pla Meseguer, jefe guerrillero antifranquista que actuó en la provincia de Castellón, o el coronel Amelio Robles, “una mujer transgénero” del México revolucionario.
En este sentido, a la luz de los pocos datos que disponemos sobre Francisca Burdeos, su “transgresión a la feminidad normativa” es muy peculiar, como ocurre en los casos de mujeres que se mueven entre los márgenes que marcan el sexo, una condición social humilde y unos ideales políticos revolucionarios. La información disponible sobre ella, en su mayor parte procedente de sus propias declaraciones en el juicio que tuvo lugar en 1848 en Navarra, permite afirmar que estamos ante un caso en que se unen la decisión y la valentía para subsistir y alcanzar la independencia personal por encima de toda clase de riesgos, lo que hace de ella una adelantada, aparentemente sin pretenderlo, de la lucha por la igualdad y la emancipación femenina. Por ello, lo que más llama la atención de su figura son los parabienes que su comportamiento mereció a la prensa de mediados del XIX.
Francisca Burdeos Zamboráin, cuya abuela paterna era navarra (de Burgui), nació en Tiermas (Zaragoza) en 1810. Tuvo al menos tres hermanos (Sebastián, María Josefa y Benito; los dos últimos, nacidos en Eslava, Navarra).
Benito murió siendo muy niño y, desde adolescente, Francisca tomó su nombre y con él llevó una rocambolesca vida, ya que logró ocultar su condición femenina durante muchos años seguidos. Según refirió ella misma al periódico “La España” (1848), que publicó sus declaraciones para que el Gobierno premiara sus servicios, a los 5 años perdió a madre y quedó muy pobre con dos hermanos. Su padre se volvió a casar con una mujer que la maltrataba. Por ello, a los 13 años, “harta ya de sufrir”, decidió hacerse pasar por hombre con el nombre de su hermano Benito, pensando que, a su edad, ganaría más que como mujer “con el mismo trabajo”.
Marchó a Sangüesa (Navarra), a unos veinte kilómetros de Tiermas, y, en un caserío llamado San Nicolás, trabajó como boyero o conductor de bueyes durante cuatro años. A lo largo de este tiempo, estuvo casi siempre en el monte y cada año ganó entre once y catorce duros y el calzado. En esta situación, según su testimonio, comenzó la Primera Guerra Carlista, lo que plantea algún interrogante, pues no concuerda, como se deriva de su propio testimonio, con que habría dejado de trabajar en Sangüesa en 1828 con apenas 18 años. Cabe pensar, por tanto, que omitió sus vicisitudes entre 1828 y 1833 o contó los años a partir del nacimiento de Benito.
En cualquier caso, cuando se inició la guerra, al saber (por los jóvenes que frecuentaba) que en el cuerpo de Tiradores de Isabel II de Navarra se pagaban seis reales, se alistó en él con el nombre de Javier Urbiza o Javier Burdeos. Como tal, participó en varias decenas de acciones de guerra en Navarra. Después, cuando en 1837 dicho cuerpo fue disuelto, se incorporó en Zaragoza al Segundo Batallón de Cuerpos Francos de Aragón con uno de los dos nombres citados. Siempre se portó como el más valiente soldado y no fue herida. Tras la disolución de su unidad, una vez obtenida la licencia absoluta en 1842, trabajó en el campo para varios propietarios sin decirles que era mujer.
En primer lugar, lo hizo en Olite durante un año como criado(a) en la casa de Isidro Lasaga. Después, como no quería ser comprendido(a) en la quinta, pues prefería seguir trabajando, se acordó de que sus padres habían vivido en Eslava y que habían tenido un hijo que se había marchado a Aragón y había muerto en Huesca. Entonces, fue a ese pueblo navarro y logró que el párroco le diera una partida de bautismo de su hermano Benito y comenzó a emplear ese nombre. Finalmente, no tuvo que utilizar este documento, pues resultó corto(a) de talla y no fue incluida en el sorteo. Desde entonces, utilizó el nombre de su hermano y ocultó siempre su condición femenina. Así, trabajó otro año más en Olite en la casa de Elías Gómez.
Por aquel tiempo, engañó a su propio hermano Sebastián, cuando volvió de América, pues le hizo creer que era Benito y que Francisca había fallecido. Probablemente, dada la proximidad entre Olite y Tafalla, fue cuando presuntamente prometió a una joven de esta última localidad que se casaría con ella, “broma”, según el “Diario de Palma” (1848), que obligó “a esta heroína” a cambiar de residencia para no descubrir su sexo. En efecto, pasó a trabajar dos años en la casa de Juan Domingo Mozaz en Mélida (Navarra) y otros dos, en la de Domingo Palacios en Castillo (¿Carcastillo?). Más tarde, vivió cinco meses en la casa de su hermano Sebastián en Moriones (Navarra), y le ayudó en las labores del campo, haciéndose pasar siempre por Benito.
Segura de encontrar trabajo como mozo de labranza y con un pase que le dio el alcalde de ese pueblo, se fue a Corella (Navarra), donde sirvió año y medio como criado en la casa de Manuel Lizar hasta que, con un pasaporte que le proporcionó el alcalde de esa ciudad, en 1848 fue a buscar otra colocación en Tudela. Ahí se presentó como Benito Burdeos y se empleó en la casa de un hojalatero de origen italiano, Juan Benturini, cuya esposa, María Malo, le puso a trabajar en su cantina. Al poco tiempo de su llegada a la capital de la Ribera, la falta de entendimiento con su patrona propició su detención y el descubrimiento de que era mujer.
En efecto, como no tenía pasaporte, se ordenó que fuera conducida, “de justicia en justicia”, hasta su pueblo de origen y, cuando un alguacil, que había combatido con ella en los Cuerpos Francos, la llevaba al próximo pueblo, fue detenida y encarcelada en Tudela acusada de estar implicada en una riña y de deber 24 reales a la dueña de la cantina por las comidas que le daba. Nuestra protagonista negó que tuvieras que pagárselas y afirmó que su patrona actuaba así resentida, porque quería dejar su trabajo.
Según algunos periódicos, como “El Clamor Público” (1848), otro motivo para ser detenida y encausada es que no habría cumplido la palabra dada a una sobrina del matrimonio para el que trabajaba y de la que habría obtenido algunas meriendas y jarros de vino. Fuera como fuese, como en la cárcel se le destinó a la misma celda que otros presos, “pidió, suplicó, rogó, instó y volvió a solicitar que le pusieran en una estancia separada por razones de conveniencia propia”. Al no conseguirlo, se vio obligada a declarar que era mujer y que se llamaba Francisca Burdeos.
Encausada por delito de estafa, en 1848 dio su poder a un procurador, Anselmo Arnedo García, para que la defendiese. La causa se vio en la Sala Segunda de la Audiencia Territorial de Pamplona. Según “La España”, Francisca declaró que “jamás” abusó de su disfraz de hombre para “no faltar en lo más mínimo a sus deberes de mujer honrada”, a pesar de “haber estado entre soldados libertinos que jamás advirtieron que fuese mujer”. También alegó que tomó “mil precauciones” para que los hombres con quienes trabajaba no advirtieran su condición, como servir en casas donde no hubiera otros criados o no embriagarse.
“El Clamor Público” dio por entonces una descripción de su vestimenta que viene a paliar la aparente falta de fotografías suyas. Este periódico progresista señaló que vestía “chaqueta de pana, ancho pantalón de ídem, chaleco de solapa, cachirulo en la cabeza, y largas guedejas [melenas] al estilo del país”.
¿Qué resolvió el tribunal sobre ella? La respuesta, la próxima semana en este blog.
Esta entrada al blog ha sido elaborada por Ángel García-Sanz Marcotegui, catedrático de Historia Contemporánea del Departamento de Ciencias Humanas y de la Educación e investigador del Instituto I-Communitas (Institute for Advanced Social Research-Instituto de Investigación Social Avanzada) de la Universidad Pública de Navarra (UPNA)